lunes, 16 de febrero de 2009

Intersección fantástica


Como me duele dejarte partir. Te veo, te alejás batiendo las manos y los pañuelos y ese carterón, todos entremezclados: el pañuelo de satén, el que te regalé especialmente para decir adiós, el que te procuraron para que nadie se olvide de donde venís, ese carterón que te fabricaron, todo forrado de un marrón tan resplandeciente que deslumbra, como ya te habrás percatado, para que nunca lo pierdas, y esas manos: solo tenés dos, recién hechas. Pero todo se agita tan rápido que parecen miles y se fusionan para volverse a separar.
Exquisito rostro de porcelana que llora lágrimas esmeraldas y dejan un ruido a estupor al chocarse con el suelo de mármol gris disipado por el uso. Recuerdos exequibles que ambas intentamos olvidar mientras nos alejamos la una de la otra. Cómo un parto, reprimamos todo aquel proceso, será lo mejor para las dos. Si tan solo no hubiese mirado a esos ojos (cráteres abismales que se atiborraron en el instante en que alguien se fijó en vos). Esos ojos se colmaron de experiencia adquirida en milésimas de segundos, mientras todo el resto de vos tomaba forma, mis brazos truncos y gastados comenzaron a temblar; había cometido un error. Tus ojos lo supieron y fue el primer destello que se reflejó. Pero eso no te detuvo, un destello más y el amor nos había envuelto. Supongo que en eso radica tu magia, sabrá tu ejecutor.
El tacto para con tu piel, porcelana recién traída de los rincones más recónditos de la India, justo en aquella intersección fantástica entre ese delicado y frío cuello y el resto de tu cuerpo encastrado por las manos otras de mujeres de fe, fueron todo lo que necesité. Y mientras te alejás intento calmar el estremecimiento que el recuerdo del tacto me devuelve, sería una vergüenza sino catástrofe que alguien lo llegase a notar.
Tus ojos no mienten, se que no lo hacen tus lágrimas recién estrenadas. El vacío que dejás en mí tampoco es un invento, yo no lloro fácilmente, me enseñaron que no tengo que llorar, las lágrimas dejáselas a las señoritas de la alta sociedad: es una lástima que desde tan joven hayas aprendido a llorar. Dicen que una vez que se empieza no se puede parar, por lo menos eso decía mi madre entre susurros detrás de la puerta de la patrona anterior.
Me duele en el alma ver como te desvanecés, porque sé que hubiésemos sido las mejores compañeras. Hacer contacto con tus ojos, el peor error, porque nunca se debe mirar a los ojos a aquello que uno no puede alcanzar, si lo sabré, no sé porqué tanto lo sabrá pero si mi madre decía que lo sabía, entonces lo sabía.
Y mientras te perdés en la lejanía en esta gastada cinta transportadora para ser empaquetada por las manos de alguien más, trato de impedir los temblores. Trato porque sé que vos vas a parar a un puerto mejor del que yo incluso pueda imaginar con darte, pero también se la falta que me vas a hacer, y mientras agitás los brazos, los pañuelos y el carterón, tus ojos, ya expertos, dicen que tarde o temprano el adiós sería inevitable, y como percibís que se acerca el invierno tirás el pañuelo que te regalé especialmente para decir adiós, porque también sabés que lo voy a necesitar.

Maru

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